Estaba
sentado en la cima de una duna, en el desierto del Sahara; en algún lugar
fronterizo entre Marruecos y Argelia. Había vuelto al desierto – a su desierto
anhelado – para presenciar fascinado su impresionante vacío o para evocar en
silencio, sus ya lejanos días de felicidad...
Estaba solo, siempre había sido así; sin embargo,
nunca se sintió capaz de acostumbrarse a la soledad. Pese a ello, ahora y por
primera vez, tuvo la desconcertante impresión de encontrarse cómodo en su
aislamiento. Sucedió de súbito; algo le hizo reírse sin saber bien por qué. Tal
vez se burlara de él mismo, de su absurda situación, aunque a lo mejor sólo era
la natural satisfacción de saberse allí. Sí… quizá fuera eso, se dijo a sí
mismo. Y siguió riendo con mayor complacencia si cabe.
Hacía más de cuarenta años había estado en aquel
lugar. No exactamente en el mismo punto, aquello era prácticamente imposible. A
no ser que en su día se hubieran tomado referencias desde un satélite y se
hubiesen medido los parámetros y calculado en qué dirección y cuántos metros se
había desplazado la duna. Probablemente ahora descansaba sobre cualquier
montículo. Aquello era un mar de dunas y las dunas se desplazan en la tierra
igual que las olas en el vasto océano. Con todo, eran muchos años, pensó. Las
tres cuartas partes de su existencia, puesto que no albergaba sobrepasar el
cercano cenit de los setenta. Se sentía enfermo y sin fuerzas, se le escapaba
la vida. Era consciente del hecho.
Pese a no exteriorizar su desasosiego, daría lo
que fuera por prever cómo sería el momento en que se codearía con la muerte.
¿Sabría reaccionar? ¿Suplicaría por su vida? ¿Advertiría el cambio entre estar
vivo o muerto? ¿Lo percibiría...? Lo sabría. Pues en ese instante tenía la
certeza de estar vivo a través de sus actos: Transpiraba mascullaba, y sentía
dolor. Aunque en ciertos momentos aquello no dejara de ser una vaga intuición.
Inmerso en sus pensamientos, se preguntó. “¿Qué
hago aquí? ¿Cómo he ido a parar a este lugar? Él, que había encajado casi todo
en la vida; y en ocasiones, viéndose forzado a luchar por su supervivencia. Y a
pelear en varios frentes y asesinar ¿a sangre fría...? y ¿qué era la sangre
fría? No, nada era cierto. La insensibilidad no existía, tan sólo era un
concepto; un término urdido por el hombre para definir un estado dudoso que
apenas tenía sentido. Aunque si se diseccionaba a fondo, omnipresente,
permanecía un sentimiento insondable: El Miedo. Aquello sí resultaba tangible,
puesto que era capaz de considerarlo y de muchas maneras; de tantas maneras…
En parte era aquel sentimiento el que lo había
inducido a realizar cuanto había hecho en la vida; y también a eliminar lo que
se había interpuesto.
A fin de cuentas ¿en qué residía el juego de la
existencia sino en una sucesión de vida y muerte? se dijo.
Volvió a echar de menos las horas perdidas,
desperdiciadas en inútiles combates… Y percibió que aunque ya no estuviera, de
alguna forma su esencia seguiría allí. Si le fuera autorizado vivir más tiempo,
aunque tan sólo lo hiciera integrando materia orgánica o más exactamente, pensó
con creciente desencanto, desecho inorgánico, jamás volvería a cometer los
mismos errores...
Ya era tarde para suplicas. A partir de ese
momento no se sentiría ligado a nada ni a nadie; no tendría ataduras ni por lo
tanto, responsabilidades. Sería libre. Y por una vez lo estaba haciendo. Había
vuelto a África; su continente. El último lugar donde a nadie se le ocurriría
buscar, y aunque lo hicieran, ¿qué importancia podría tener ya?
Pese a todo nadie lo juzgaría, al menos no serían
otras personas manchadas de sangre quienes lo hicieran. Sería esa tierra, esa
arena descarnada y en apariencia despojada de vida, quien irónicamente y por sí
sola, se encargara de hacerle contraer su deuda con la vida.
Una tenue brisa sahariana alborotó sus cabellos
canos que, como suaves telas de araña, cubrieron en parte sus severas y ajadas
facciones. Con manos temblorosas realizó un infructuoso amago tratando de
ordenarlos. Se le enredaban y penetraban en los ojos. Unos ojos gris azulado,
que contemplaban dilatados la desoladora belleza de aquel paraje agreste.
Le costaba creer que todo siguiera igual después
de tanto tiempo. Cuando las cosas cambian con acentuada rapidez. Pero en el
desierto, reflexionó, el tiempo no cuenta; así pues su espacio permanecía
inmutable, tal como lo recordaba. Con las mismas dunas de líneas sinuosas que
zigzagueando describían semicírculos y coronaban pirámides movedizas. Las
mismas dunas de colores tornasolados. Sin duda, y en tanto la mano del hombre
no las violara, seguirían siendo eternas...
Tuvo sed y abrió la cantimplora. Apuró el último
sorbo de agua en su reseca garganta, pero no se aplacó. La garrafa con el agua
le aguardaba abajo, en el interior del Land Rover, ahora apenas un punto en el
mar de arena. Allí esperaba Amhed, resguardado bajo la sombra de una indolente
palmera que desafiaba la desértica aridez.
No subiría.
Sus órdenes tajantes eran permanecer allí, sin moverse, pasara lo que pasara. Y
Amhed respetaba las razones de aquel viejo testarudo, su señor, desde hacía
años. Permanecería en silencio y orando. Dios le guardara de incumplir su
mandato.
Transcurrieron varias horas en las que discernir
si el tiempo discurría o no tan sólo estaba marcado por el lento declinar del
sol acercándose imparable a la línea crepuscular.
Al hombre le zumbaban las sienes y empezaba a
sentir el lacerante dolor de unos labios inflamados. Recordó la mandarina que
depositó en el interior de su zurrón, y sin poder contenerse echó mano de ella
y cuando la tuvo ante su vista, comprobó que era muy pequeña como para
aliviarlo. Inconscientemente la elevó hasta la altura de sus ojos y la comparó
con el sol, al que sólo podía mirar de frente gracias a sus gafas oscuras. Sí,
realmente era diminuta al lado del astro. Todo resultaba insignificante en
presencia de aquella bola de ardiente fuego nuclear. Sin embargo, era de un
naranja intenso, casi rojo, igual al color del sol en ese momento. Mostraba un
tono desafiante. ¿Retaba al astro o quizá sólo lo imitaba a aquella hora del
atardecer?; con su redondez exagerada, casi perfecta. No la abrió. La depositó
sobre la cima de la duna y liberándola la dejó deslizarse hacia el lado que la
curva oscilante de arena cedió.
Cerró los ojos y experimentó una rara y a la vez
reconfortante sensación de bienestar, y cuando volvió a abrirlos de nuevo, vio
al sol fundirse en el horizonte y desaparecer engullido por las fuerzas de la
tierra.
La noche sobrepasó al crepúsculo y la luna
alcanzó su cenit. Un frío lacerante transformó las exiguas y exprimidas gotas
de sudor de su cuerpo, en pequeños témpanos que vagaban a la deriva por su
abultado cuerpo de viejo.
Más abajo, procedentes del infierno, surgieron cientos de hogueras y formaron una cadena de puntos luminosos que titilaban indecisos en la oscuridad, en tanto trataban de proporcionar algo de calor al frío contorno de dudosa candidez de la luna. Oyó el tambor del Tuareg, acompañado por el triste lamento del chacal; y a lo lejos, incluidos en el vasto erial, se sumaron otros puntos rutilantes. Entonces el fragor del simún se avivó, y mediante su aliento apagó una a una las incipientes llamas, hasta que solo quedaron cenizas incandescentes. Aquello duró parte de la noche, luego derivó en un incongruente susurro, finalmente cesó.
Más abajo, procedentes del infierno, surgieron cientos de hogueras y formaron una cadena de puntos luminosos que titilaban indecisos en la oscuridad, en tanto trataban de proporcionar algo de calor al frío contorno de dudosa candidez de la luna. Oyó el tambor del Tuareg, acompañado por el triste lamento del chacal; y a lo lejos, incluidos en el vasto erial, se sumaron otros puntos rutilantes. Entonces el fragor del simún se avivó, y mediante su aliento apagó una a una las incipientes llamas, hasta que solo quedaron cenizas incandescentes. Aquello duró parte de la noche, luego derivó en un incongruente susurro, finalmente cesó.
Al amanecer el hombre continuaba en la duna. Un
silencio desconocido lo envolvía y abrumaba. No había un ápice de brisa, no se
oía el canto de pájaro alguno, ni cualquier rumor por leve que fuera que
delatara la presencia de vida humana o animal; tan sólo escuchaba latir su
corazón.
Llegó el aurora y después, cuando el primer rayo del alba comenzó a despuntar bañando la arena y las rocas de una luz mortecina, sometiéndolas al brusco cambio de temperatura y haciéndolas crujir, ese mismo rayo lo señaló y agotado, su corazón se quebró para siempre...
Llegó el aurora y después, cuando el primer rayo del alba comenzó a despuntar bañando la arena y las rocas de una luz mortecina, sometiéndolas al brusco cambio de temperatura y haciéndolas crujir, ese mismo rayo lo señaló y agotado, su corazón se quebró para siempre...
José Fernández del Vallado. 2006. Josef. Arreglos
junio 2012.
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.
17 libros abiertos :
Como veis no tardo nada en regresar por aquí. Con algunas ideas como esta:
He vuelto acorregir este relato, que escribí, calculo, sobre el año 1999. Después hice un arreglo en 2006 y ahora hago otro quizá, definitivo.
Espero que os guste.
Un abrazo.
Pues créeme que me alegro de tu rápido retorno. Sobrecogida me deja la lectura de este relato, por su "fisicidad", por las imágenes del desierto, por esa satisfacción última, por la determinación silenciosa del hombre que decide morir en el lugar que ama.
Un abrazo.
Hermoso relato, lo haces tan grafico, que se puede oler la madrugada.
Bien por tu regreso :-)
Quería saber el final, pues no me lo imaginaba, me encantó el escenario.
Pero tú no te habías ido a descansar???
...
¿Te he dicho alguna vez que describes muy bien? Pues vuelvo a decírtelo.
Un abrazo, amigo.
Pues sí..., no es que hayas vuelto pronto...es que no te has ido.
Vale.., me alegro de veras hombre
un saludo..jejeje
Josef !!
Cada vez que leo algunas de tus historias, dudo de sí estoy leyendo o viviendo las idas y venidas de tu imaginación. Impresionante tu narrativa, se siente, se huele, se palpa lo que escribes. Genial.
De nuevo y van...
Te felicito por tu enorme talento.
Un abrazo.
Ya sabes donde encontrarme...
Me alegra verte. Me llama mucho la atención la corrección repetida y con tanto tiempo entre medio. Está bien hilado y no se nota el típico cambio leve de estilo que delata una corrección tras un largo periodo de letargo.
Besos, gran relato
Muy buen texto Josef. La forma que vas llevando al lector, que ve a ese hombre en pleno desierto es sublime. Eligió su muerte, no todos pueden darse ese lujo.
Un saludo.
mariarosa
José, el hombre enfrentado a un medio hostil, atrapado en el inmenso y cambiante desierto pero enfrentado también a si mismos y a sus últimos instantes.
Una historia muy bien narrada que nos envuelve hasta no alejarnos de la duna ni un solo instante. Viviendo y contemplando las caras del desierto y el drama interior del hombre en la soledad de su soledad.
Un placer leerte.
Un abrazo
Precioso, saber de tu regreso y leerte después de unos días con jaqueca, es un bálsamo. Besos!
Pues ya ves, ya ves, el corazón manda y tus amigos, esperan...
Magnífico relato, me enganchó, hasta ese final que presentía.
Mi siempre saludo
Probablemente, haya valido la pena... Pues ése se ve un lugar muy hermoso, para un final.
Besos mentales.
No habías podido elegir mejor título...El relato es como una duna, de formas suaves, con cuestas y pendientes, con movimiento pero también con solidez, y un tono casi dorado que desemboca en un final definitivo y lleno de poesía...
Un abrazo.
¿Qué sería del desierto sin arena y sin dunas?...
abrazo
Un regreso a toda orquesta. Abrazos.
Hacía mucho tiempo que no te veía. Me fue imposible!
Hoy me recreo en este maravilloso espacio que nos regalas.
Gracias!
Un abrazo
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