Las oficinas de la administración estatal de Randinabat son un caos; un hormiguero interminable. Se accede a ellas por sombríos túneles sin apenas luz hasta desembocar en una inmensa sala circular de techos abovedados, franqueada por ventanales cónicos de vidrios pintados, dominada por un par de ventiladores gigantes, cuyas apariencias intimidatorias recuerdan a aquellas del molino que embistió un aguerrido Quijote en un lugar de cuyo nombre no llego a acordarme. En el recinto, con la diligencia de un ejército, vigilados por hormigas soldado trajeadas de azul marino, evolucionan cientos de funcionarios de pelo negro y chalecos grises, que sin embargo, no parecen llevar a término función alguna en concreto.
Las de mayor rango dan la impresión de ser aquellas que atienden acomodadas en sus brillantes Sari en amplias mesas de atención al cliente. De las cuales parten larguísimas colas compuestas por la variopinta gama social de un país de extensión generosa y límites insospechados.
Una de ellas, de ojos redondos como nueces, cabellos trenzados, nariz ganchuda, sonrisa de águila y labios de sangre, me atiende sin desplegar un mísero gesto de beldad, dejando en cambio entrever sus poderosas garras armadas de lascivia.
Le explico el robo del que he sido objeto tras aterrizar en el aeropuerto. El cual, trato de aclarar, me pasé denunciando las últimas cuarenta y ocho horas en la comisaría de la calle Hipriatbarat. Asimismo, le expongo mi estado de turista indocumentado y le pido me extienda un salvoconducto provisional a instancias de mi situación, hasta que sea debidamente resuelta por la delegación de mi país.
Durante el tiempo que transcurre mi exposición – observo – ni siquiera se esfuerza en alzar la mirada y continúa escribiendo. Parece más entretenida en rellenar una especie de formularios que en lo que tengo que decir.
Hace más de cuarenta grados centígrados y mi cabeza y mi piel se encuentran embutidas en una especie de lata de sardinas en aceite, y dada la intensidad y el gusto del aroma, el componente excede bastante el límite de caducidad. Pero para la funcionaria Shiwarta Phesawarita – leo en su tarjeta de identidad, adherida a su Sari – debidamente inmunizada contra el calor y la peste reinante, mi estado o mi tufo no vienen al caso.
Eleva la mirada, apoya los codos sobre la mesa, entrecierra los ojos y pregunta.
— Y bien... ¿Qué espera que hagamos por usted?
Titubeo confuso, realizo un gesto impreciso con ambas manos en el aire, y exclamo airado.
— Pues... lo que tras cuarenta y ocho horas de espera me indicaron en comisaría.
Arquea las cejas. Y por primera vez su rostro reluciente parece verdaderamente interesado.
— Y dígame. ¿Qué fue exactamente lo que le dijeron?
— Que en este lugar me harían un salvoconducto provisional y...
— Imposible.
— ¿Cómo...?
Se detiene un momento. Abre un fichero, saca una hoja, la observa con detenimiento. Alza un dedo en el aire y a la vez que me lo muestra, sentencia.
— ¿Ve este papel?
Lo veo, pero no entiendo nada en absoluto.
— Aquí lo dice claramente. No señor. No extendemos esa clase de salvoconductos.
Un mareo invade mi cuerpo, tengo hambre, sed, ganas de orinar. A las cuales se suma una impresión de ahogo y sofoco. En realidad me falta el aire y la presión me excede. Prosigue.
— Un documento así sólo puede expedirlo la policía.
— La... ¿Oiga? No son ustedes un órgano más de la…
— No.
—Me está diciendo que después de todo eran ellos quienes deberían y no...
— Exacto. La policía, proclama.
— Pero ellos me aseguraron que ustedes eran... quienes...
— Nosotros, nunca. ¡Jamás!
— Un momento. ¿Podría hacerme el favor de ser más clara? ¿Qué quiere decir?
— Quiero decir ¿señor...?
— Morales.
— Sr Morales debe usted volver a las oficinas de comisaría y reclamar el salvoconducto al cual tiene todo el derecho de...
Al otro lado de la sala retumba una detonación. Fragmentos de alicatado y un polvo espeso cubren la sala. A continuación, toses, segundos de silencio y estupor. De repente un segundo estallido pero ahora de alaridos, gemidos, llantos de miedo y dolor. Hay un corte de luz, seguido de más gritos de facto inhumano. La sala queda en penumbra. Las colas de gente que aguardan en la zona donde estamos se agolpan sin control mientras empujan y aplastan, tratando de ganar posiciones a los de delante. Se oye el ulular de sirenas de las ambulancias y también de la policía que interviene y sin mediar palabra, comienza a repartir mandobles con sus porras de acero. Me encojo sobre la silla y apurado, casi histérico, pregunto a la funcionaria.
— ¿Qué pasa? ¡Qué ocurre!
La funcionaria Shiwarta Phesawarita saca un espejito de un bolsillo naranja que pende de la espaldera de su silla, hace un aspaviento con las manos en tanto se maquilla las mejillas, y dice.
— Nada. Una bomba.
— Bomba... ¡Una bomba! Clamo aterrado.
— Si, señor Morales. La tercera en seis meses. A los radicales no les agradan las instituciones del Estado.
— Ya... Digo mientras resuello agitado.
De pronto una fila de hombres acosados por la policía irrumpe saltando sobre la mesa de la funcionaria. Tras esquivarlos, con la actitud de un desvalido, me vuelvo hacia ella y aprisionando con desesperación sus manos entre las mías le pido.
— Mire usted señorita Shiwarta, tiene que ayudarme. Verá... Me encuentro en una situación angustiosa y muy difícil...
Permanece mirándome distante, fría, con ojos imperturbables. Y añade.
— Sr Morales... Voy a pasar por alto su actitud porque es usted extranjero. Pero aquí esas confianzas no son de nuestro agrado. En cuanto a lo de difícil – inquiere sin siquiera mírame – ¿No ve usted los cientos de personas que hay aquí? Si escuchara uno sólo de los problemas de cualquiera de estos hombres comprendería lo que es encontrarse en una situación realmente difícil.
Incrédulo, miro de reojo a la funcionaria. Me incorporo sobre la silla, tiro bruscamente de sus manos y le suplico.
— Por favor, lo necesito. ¡Hágame el maldito salvoconducto! Sé que está en su mano. ¿No comprende que es necesario para que pueda salir de... de esta locura de lugar?
La presión es casi insoportable. Como en una diminuta isla estamos rodeados de gente que nos observa con miradas ajenas. Sin embargo, pese a lo extremo del momento, la funcionaria no parece alterarse ni da por concluida su sesión.
De repente se oye una nueva detonación de mayor intensidad. Los cimientos tiemblan. Sobre la mesa aterrizan trozos de ladrillo, cal y alicatado. La funcionaria alza la cabeza teñida de blanco hacia el techo y alega.
— ¡Vaya! Parece que hoy van en serio.
En esos momentos, me convierto en un aterrorizado cúmulo de nervios que sólo desea lograr su objetivo al precio que sea. El griterío de nuevo es ensordecedor. En cuanto a la policía, mediante su labor no hace sino incrementar el pánico y con ello el número de víctimas y heridos. Fuera de control, le increpo.
— ¡Ya estoy harto! Exijo me rellene ese salvoconducto. Y alego. ¡Soy ciudadano de la Comunidad Económica Europea!
Me mira. Por primera vez parece satisfecha, o quien sabe, quizá feliz. Pero no está feliz.
— Ya y usted por eso mismo se considera... ¿ciudadano de primera clase? ¿No es cierto? Se lo dijeron y se lo creyó.
Sumido en la algarabía reinante la miro estupefacto. Balbuceo. Trato de cambiar mi imagen. Pero ya es inútil, está hecho.
— No. No... Como un manantial brota de su garganta, crece y se extiende su risa. Haciendo equilibrios se sube sobre la silla alza ambos brazos en alto y mirando en todas direcciones, grita
— ¡Hey! ¿Sabéis qué? ¡He encontrado a un ciudadano de primera clase! ¡Lo tengo aquí, conmigo! Parece un tipo importante. Sabéis... ¡Tiene mucha, mucha, prisa!
Y prosigue riéndose. En realidad ríe y ríe sin cesar. De pronto los hombres que están a su lado se contagian y comienzan también a reír. En unos instantes todos, heridos, niños viejos, paralíticos, leprosos, prostitutas, ríen con felicidad desbordada. La carcajada se extiende por la amplitud del recinto como un eco alegre, feliz y vital...
— Saya-ng-kaa-laam. Dice ella mirándome divertida y risueña.
— ¿Cómo dice?
— Naa-lai-ku. Naa-lai-ku. Vuelve a decir.
— Perdone... No entiendo. ¿Podría hablar en mi idioma?
— Vi-diya-kaa-laai. Murmura.
Con el semblante impregnado de digna serenidad se baja de la silla, se introduce en la masa y desaparece unos instantes. Pienso que tal vez haya entrado en razón y se decida a consultar si debe concederme mi –razonable – petición. Pero no...
La descubro de nuevo. Habla con los de seguridad. Me señala. Dos hombretones se acercan a mí me aprisionan por las axilas y me cargan a rastras.
Lo último que oigo pronunciar a Shiwarta es un: “Bienvenido a nuestro país, Señor Morales.”
Forcejeo, grito, protesto. Recibo un contundente golpe en la cara que me deja en estado comatoso.
Ahora estoy en la calle; lo veo todo en lila. La gente el ambiente y las bellas mujeres visten de lila. El cielo está igualmente de un precioso y sorprendente color lila...
Hay un tráfico intenso, motos ocupadas por tres cuatro y hasta cinco pasajeros, taxis abollados, viejos camiones, autos, vacas atravesadas en medio que todos esquivan, mientras circulan, al tiempo que hacen sonar sus claxon junto a la marea lila de gente que inunda la acera y pasa casi sobre mí sin llegar a pisotearme.
Estoy sentado con las piernas cruzadas y la cabeza inclinada, mareado y hambriento. La alzo. En ese instante se detienen ante mí dos hombres sudorosos; portan un pesado espejo rectangular, entonces me veo reflejado por primera vez tal cual soy... ahora. ¿Desde cuándo soy así?
Mi pelo, larguísimo, se encuentra recogido en un peinado de moño alto; tengo un rostro afilado, con ojos pequeños y brillantes, mi caja torácica es un saco de huesos al desnudo, teñido por un acartonado bronceado, y mis caderas endebles, apenas están cubiertas por una fina gasa de tela, mientras mi único brazo, delgado y quebradizo como un palo de billar, con la palma de la mano extendida boca arriba, aguarda el momento preciso.
Uno de ellos termina de saborear un resto de pollo y lo arroja. Con agilidad fulminante muevo unos centímetros el brazo y aterriza sobre la palma de mi mano que se cierra con la voracidad de una planta carnívora. De forma inmediata sonrío al hombre y musito una corta oración. Doy gracias a Shiva y comienzo a roer con feliz parsimonia mi ración diaria de amor y humildad en mi mundo color lila, mi pequeño mundo de mil millones de almas...
José Fernández del vallado. Josef. /09/08/ 2007. Arreglos 2010.
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.
Por cierto esta es mi entrada número 202! Casi ni me lo puedo creer...
sábado, abril 03, 2010
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A veces presumir de ser ciudadano de la Unión Europea no sirve de mucho...
Hola José!! Muy bueno amigo. A veces es mejor quedarse en silencio. No volvió a su mundo real pero encontró el mundo lila y allí un trozo de comida lo hacía feliz.
Besosssss
Siguen siendo sorprendentes tus relatos para mí y no han dejado de atraparme.
Bueno, siento que en cierta medida nosotros ya pasamos de lila a violeta jaja!
Mil cariños
Felicidades por el relato, siempre en tu línea y por supuesto felicidades por esa entrada 202 ;)
Muuuuuuuuuuacks!
Espectacular y con esa música maravillosa de fondo me transportas fácilmente a los ambientes que tan bien describes, preciosa. 2O2...que sean infinitos, felicidades! Un fuerte abrazo.
Terrible. Es increíble observar como cambian las situaciones, el status no conduce a nada en esos rincones del mundo
Un fuerte abrazo, amigo, ojalá todos pudieramos ver el mundo un poco más lila
Cuando la vida se vuelve lila, todos parecemos iguales, ya nada puede medirse a través de la justicia.
Espléndida exposición de una agonía.
Una sonrisa
Es que en cuanto te lías a cruzar fronteras, cada vez es más "surrealista" lo que te encuentras. Surrealista para nosotros lo que para otros es cotidiano y habitual....
No lo he pasado, pero imagino lo angustioso que debe ser verse sin papeles que te identifiquen en medio de un caos semejante....
Un beso, Josef
Estupendo relato que me lleva a pensar en el valor de la humildad y también que en todas partes se cuecen habas. Hay dos razas de hombres en el mundo, los decentes y los indecentes, ambas se entremezclan en todas partes y en todas las clases sociales. Ningún grupo es de pura raza. También destacas en este relato el lila que es el color de transformación al más alto nivel espiritual y mental. Este color esta asociado a la sabiduría, creatividad, independencia, dignidad, serenidad, cambio, transgresión. Es un relato muy interesante que aporta enseñanza sobre la naturaleza humana y su comportamiento. Me gusta mucho, como todo lo que he leído de ti. Felicidades por tu entrada 202.
Un abrazo muy grande Josef
Me ha encantado tu relato lila, y que color tiene nuestro mundo?
Un abrazo
El lila no es precisamente mi color, pero el relato describe muy bien el hecho de que "somos diferentes", ni mejores ni peores, símplemente diferentes.
Enhorabuena por ese bonito número.
Besos
Pero bueno es que no aprendéis queréis conocer países exótico y no pensáis en los peligros policiales que son mas peligrosos que lo de personas normales.
Magnifico regalo tú relato
Un saludo
Dos Josef: me ha encantado tu historia: como todos las que leo de ti: impecable, maravillosa!
Pude transportarme una vez mas a tu mundo y, dejar la realidad por un momento :)
Te agradezco mucho por eso, es muy placentero leerte!
No hay ciudadanos de primera ni de segunda; al fin y al cabo, todos somos iguales ante Dios, guste o no (aclaro que no soy religiosa justamente y que, de seguir una religión, me inclino al budismo)
Un beso o 2!
Felices 202! Ya espero la 203 :))
YA TE LO HAN DICHO TODO JOSEF..ES REALMENTE BUENO TU RELATO.
BESOS DE REGRESO Y CUÍDATE MUCHO.
MORGANA.
Angustiosa situación la de tu relato de hoy Josef. Lo que para unos es algo de rutina, para otros es algo de terror! Pero el ser humano a todo se acostumbra.
Besitos,
Realmente un relato en mayúsculas, espero que esto no sea autobiográfico porque me pone los pelos de punta de solo pensarlo.
Que miedo! Cuantas cosas desconocemos de otras culturas, qué poco sabemos de los demas, qué poco nos interesa.
gracias.
saluditos desde mi persiana.
siempre agradezco tus visitas
Impactante relato,a mi si me gusta el color lila.
Viajar fuera siempre puede acarrearnos sorpresas, sobre todo por poder cambiar nuestro punto de vista.
Felicidades por la entrada.
Has dado una curiosa vuelta de tuerca.
Ciudadanos de primera clase, cuándo aprendemos que eso no existe?
BESITOS
La humildad y la arrogancia siempre como extremos del mismo hilo que finalmente se ata. Un hermoso relato que tiene más de una posibilidad de lectura, me quedo con el final en lila, donde el hombre finalmente encuentra su centro después de una larga angustia. Gracias Josef por pasar por mi patagonia.
Josef, viajo contigo a la india y me sumerjo en sus calles en otra raza y otra cultura para terminar mimetizandome
ufff como siempre muy buena pluma amigo
Muy bueno, aunque angustiante relato, y con varias lecturas.
La normalidad de unos puede ser el terror para otros. También hay una reflexión sobre la humildad: la procedencia, el color de la piel, el estatus social no son garantía de nada. Y cuando enfrentamos una situación que nos lo deja en evidencia, nos cuesta aceptarlo.
Un abrazo
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