El caserón era antiguo, de principios del siglo pasado. Años veinte calculó Juan Luis Mazarrón, vividor retirado que había ejercido entre otras cosas como guardaespaldas y mercenario en conflagraciones olvidadas, de dudosa reputación. Y que, tras alcanzar de milagro la cincuentena y amasar una fortuna merced a una vida circunscrita en crímenes y violencia – eso sí, siempre lejos de su tierra – aquejado por un extraño virus, decidió que era hora de sentar la cabeza.
Desde niño le llamó la atención por ser el más formidable de cuantos había en la región del Cabo de Finisterre. De aspecto regio y herreriano, respaldado por muros de granito, su jardín una vez fue un cuidado laberinto de aligustres, acebos y camelias, que en otoño formaban una espesura de asombrosos matices, con hojas manchadas de amarillo, blanco, y tonalidades grises y rojas.
De sus últimos dueños recordaba poco, excepto que se trató de una familia numerosa de extranjeros del norte de Europa que apenas se relacionaban. Y revivía las ocasiones en que con sus hermanos mayores, Remigio y Pablo, escalaron sus muros y espiaron, descubriéndolas cuchichear y reír en su idioma, a las seis hermosas hijas de cabellos rubio platino, que nunca traspasaron los muros del intrincado jardín.
Más tarde, tras la muerte del dictador Franco en la península – tal como se presentaron – abandonaron la mansión. Y ahora, azotado por el viento la lluvia y el silencio del olvido, aquel lugar sucumbía a un castigo inclemente y tal vez inmerecido, pensó Juan Luis.
Una vez trasladó y dispuso el embalaje que reunió en pisos francos en países en los que habitó, se encerró en la mansión. Iba a estar solo, pero era justo lo que deseaba, meditar.
Dio comienzo a un largo invierno que no le pilló por sorpresa, pues se hallaba bien abastecido.
Al recluirse se preocupó por eliminar cualquier artilugio electrónico. No disponía de radio, televisión, ordenador, teléfono móvil o fijo, ni siquiera luz eléctrica, y por lo tanto, agua caliente. Sólo sus medicinas. Por razones de índole personal y de precaución (mucha gente podría renegar de un hombre con su historial) necesitaba hallarse aislado.
Se dedicó a explorar los rincones de la casa, hasta que, maravillado, llevó a cabo un hallazgo. La biblioteca estaba encubierta tras las paredes de un sótano que hacía las veces de bodega. Un inmenso tonel con capacidad para veinticinco mil litros de vino tinto era su marco de entrada. Tras el una sala con techos abovedados soportaba estanterías donde, cuidadosamente alineados, encontró cerca de diez mil volúmenes de antigüedad y valor incalculables; y aguardaban a ser descubiertos. A partir de ese momento lo que se inició como simple curiosidad se convirtió en necesidad: Leer todo cuanto no había leído.
Se decidió por comenzar y un ejemplar centró su interés. Destacaba retirado en un apartado. Lo tomó entre sus manos. Jamás había oído hablar de aquel título: “El libro de los Árabes.” Era una edición que databa de 1647 y había sido editada en Toledo. Lo que más llamó su atención fue el aspecto físico del libro, parecía estar encuadernado en una piel suave, extraña e incolora. Al abrirlo, su sorpresa fue total; una nota al pie de página advertía que su lectura podía provocar la locura.
Es previsible adivinar que para un hombre intrépido como Juan Luis, acostumbrado a vivir al límite, semejante advertencia no supuso sino un aliciente para enfrascarse en la lectura.
Comenzó a finales de diciembre y al tiempo que se introducía en las más de mil quinientas páginas de que constaba el volumen, un invierno duro arreció y un temporal de nevadas bloqueó los caminos con una capa de metro y medio de espesor. Mientras tanto Juan Luis se olvidaba del mundo y se sumergía en lo desconocido. No le hizo falta intuirlo, lo constató como un sentimiento veraz. De pronto su mente se encontró en conexión con el libro. Le bastaba cesar de leer unos instantes, ya fuera por las noches o en las veladas de tedio de los oscuros días de invierno, para descansar, y pesadillas extrañas, de una naturaleza y claridad estremecedora, invadían sus cortas horas de sueño, transformándolas en batallas sin fin en las que se debatía y luchaba, hasta acabar inmerso en repugnantes pantanos de sangre y putrefacción.
Más tarde, tras la muerte del dictador Franco en la península – tal como se presentaron – abandonaron la mansión. Y ahora, azotado por el viento la lluvia y el silencio del olvido, aquel lugar sucumbía a un castigo inclemente y tal vez inmerecido, pensó Juan Luis.
Una vez trasladó y dispuso el embalaje que reunió en pisos francos en países en los que habitó, se encerró en la mansión. Iba a estar solo, pero era justo lo que deseaba, meditar.
Dio comienzo a un largo invierno que no le pilló por sorpresa, pues se hallaba bien abastecido.
Al recluirse se preocupó por eliminar cualquier artilugio electrónico. No disponía de radio, televisión, ordenador, teléfono móvil o fijo, ni siquiera luz eléctrica, y por lo tanto, agua caliente. Sólo sus medicinas. Por razones de índole personal y de precaución (mucha gente podría renegar de un hombre con su historial) necesitaba hallarse aislado.
Se dedicó a explorar los rincones de la casa, hasta que, maravillado, llevó a cabo un hallazgo. La biblioteca estaba encubierta tras las paredes de un sótano que hacía las veces de bodega. Un inmenso tonel con capacidad para veinticinco mil litros de vino tinto era su marco de entrada. Tras el una sala con techos abovedados soportaba estanterías donde, cuidadosamente alineados, encontró cerca de diez mil volúmenes de antigüedad y valor incalculables; y aguardaban a ser descubiertos. A partir de ese momento lo que se inició como simple curiosidad se convirtió en necesidad: Leer todo cuanto no había leído.
Se decidió por comenzar y un ejemplar centró su interés. Destacaba retirado en un apartado. Lo tomó entre sus manos. Jamás había oído hablar de aquel título: “El libro de los Árabes.” Era una edición que databa de 1647 y había sido editada en Toledo. Lo que más llamó su atención fue el aspecto físico del libro, parecía estar encuadernado en una piel suave, extraña e incolora. Al abrirlo, su sorpresa fue total; una nota al pie de página advertía que su lectura podía provocar la locura.
Es previsible adivinar que para un hombre intrépido como Juan Luis, acostumbrado a vivir al límite, semejante advertencia no supuso sino un aliciente para enfrascarse en la lectura.
Comenzó a finales de diciembre y al tiempo que se introducía en las más de mil quinientas páginas de que constaba el volumen, un invierno duro arreció y un temporal de nevadas bloqueó los caminos con una capa de metro y medio de espesor. Mientras tanto Juan Luis se olvidaba del mundo y se sumergía en lo desconocido. No le hizo falta intuirlo, lo constató como un sentimiento veraz. De pronto su mente se encontró en conexión con el libro. Le bastaba cesar de leer unos instantes, ya fuera por las noches o en las veladas de tedio de los oscuros días de invierno, para descansar, y pesadillas extrañas, de una naturaleza y claridad estremecedora, invadían sus cortas horas de sueño, transformándolas en batallas sin fin en las que se debatía y luchaba, hasta acabar inmerso en repugnantes pantanos de sangre y putrefacción.
Llevaba leyendo cuarenta y ocho horas sin descanso, la lucha era constante, cuando una noche, agotado, logró detenerse. Cerró el volumen y sintió el ambiente enrarecido. Se dio cuenta al rozar la piel que envolvía el volumen; percibió una sensación desagradable, como si al ser palpada, se retrajera. Una sospecha se infiltró en su mente y surgió la pregunta: ¿Y si el libro tuviera vida? Se cubrió la cara con las manos. No. Necesitaba descansar. Llevaba un par de meses sin salir. Estaba claro, todo era producto de su imaginación. No lo pensó más. Volvió a abrir las páginas, si existía, necesitaba desvelar el misterio. Centró su mirada en las líneas y su mente se vio inmersa en un agreste y oscuro pasaje, embarullada entre dudas, temores y vacilaciones. Se encontró dentro de un mundo interior árido; rocoso y enfangado. Caminaba circunscrito entre abismos y ásperas paredes de cuyos colores rojizos como piel descarnada brotaban arroyos de los que borbotaba sangre espesa y caliente. Tropezaba y caía en charcas de hiel de las que emergía braceando con arrebato y terror. Pero sobre todo sentía siempre una presencia a sus espaldas, fijando la vista sobre su nuca, tratando de traspasar sus pensamientos como una cuchilla.
Alcanzó el punto del libro en donde se había detenido anteriormente y no fue capaz de seguir, puesto que en lugar de hallar continuidad se encontró con un vacío abismal por el cual su mente estuvo a punto de precipitarse. Volvió en sí, o fue consciente. ¿Estaba despierto o dormía? No, estaba claro. El libro se agitaba. Allí, donde debería haber hojas, no había tales, sino retales cuidadosamente suturados a la encuadernación de piel humana que comenzó a rezumar… Lo supo con certeza. El libro estaba encuadernado con... piel humana. Horrorizado volvió a cerrar el volumen. Rápidamente se calzó las botas de cuero, se echó la pelliza y huyó al exterior. Sus ojos irritados se llenaron de una noche entintada por una blancura especial, y en la cual el silencio le resultó abrumador. Se detuvo unos instantes, trató de tranquilizarse. Se dispuso a volver cuando le pareció oír un clamor de sonrisas. ¿Risas en la noche y en un paraje glacial?
Se detuvo en silencio y volvió a oír los mismos gorjeos. Procedían del arroyo; a un kilómetro de la casa. Extrañado, sin detenerse a meditar, empujado por una inercia exaltada y tenaz, comenzó a caminar. Su reloj señalaba la media noche. Por fortuna, debido a la blancura de la nieve y a la luz de la luna, una intensa claridad alumbraba su marcha.
Al irse aproximando pudo oír las risas con nitidez; lo transportaron a un remanso del arroyo y a una poza; y las vio. Seis muchachas de cabellos de platino; jugueteaban divertidas en las aguas heladas. Sus cuerpos de líneas tersas, sinuosas, refulgían con la claridad de la luna con un brillo untuoso. Se detuvo contemplándolas perplejo. A sus pies vio seis plumajes de cisne; descansaban sobre una roca lisa, junto a la orilla.
Las mujeres, adultas, eran todas bellísimas. Se volvieron. Sus ojos verdes y azules como cristales de cuarzo lo escrutaron con decisión e intensidad. Comenzaron a salir del agua, se acercaron y lo saludaron. Coartado de miedo o de frío, pero sobre todo del profundo respeto que sentía ante semejante cúmulo de belleza ni siquiera balbució.
- Hola. Somos Mista, Rista, Hilda, Thruda, Hlök y Herfjotern ¿Nos recuerdas?
Juan Luis se fijó; asintió sin hablar. Eran sus vecinas. Ellas prosiguieron.
- Bien. Has terminado con éxito el Necronomicón.
Hizo un aspaviento con las manos y titubeando, corrigió.
- No. Ese tomo es... “El libro de los Árabes.”
Ellas sonrieron como si se tratara de un niño. Con suavidad, una puso una mano sobre su hombro y le dijo.
- Exacto. Así fue titulado por quienes en el pasado encubrieron dicha publicación. Pero en realidad es conocido como el Necronomicón. El libro vivo de...
Mudo de asombro y terror Juan Luis solo llegó a insinuar.
- ¿Los muertos...?
Ya era tarde para hacer nada. Lo supo. Extendió sus brazos delgados y blancos y dejó que ellas, mientras se enfundaban en sus plumajes de cisne, lo tomaran coreando:
-Y ahora duerme, valiente guerrero...
El cuerpo sin vida de Juan Luis fue hallado sobre la nieve semanas después. Murió de congelación, al salir desnudo en plena noche de invierno a menos quince bajo cero, dictaminó el forense.
El interior de la casa olía a podredumbre y estaba hecho un desastre. En su habitación hallaron esparcidos sobre la cama y el suelo restos de comida y un libro que narraba las aventuras de las “Valkirias de Merak.”
No se sabe bien por qué, pero la casa continúa sin ser derribada. Quizá debido a su estructura. No presenta fisuras y parece haber sido construida con oficio. Tal vez aguante unos siglos más. Naturalmente – que se sepa – no se tiene constancia de semejante biblioteca. El ayuntamiento del concejo colindante, actual propietario, ha vuelto a ponerla en venta.
Si tras leer este relato sienten deseos por adquirirla, por favor diríjanse al Cabo de Finisterre. El Lugar es también habitualmente conocido como: “Costa de la muerte.” Allí les atenderá una bella valkiria llamada. Hum... El nombre lo dejo a su elección.
José Fernández del Vallado. Josef. Sept 2008.
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Se detuvo en silencio y volvió a oír los mismos gorjeos. Procedían del arroyo; a un kilómetro de la casa. Extrañado, sin detenerse a meditar, empujado por una inercia exaltada y tenaz, comenzó a caminar. Su reloj señalaba la media noche. Por fortuna, debido a la blancura de la nieve y a la luz de la luna, una intensa claridad alumbraba su marcha.
Al irse aproximando pudo oír las risas con nitidez; lo transportaron a un remanso del arroyo y a una poza; y las vio. Seis muchachas de cabellos de platino; jugueteaban divertidas en las aguas heladas. Sus cuerpos de líneas tersas, sinuosas, refulgían con la claridad de la luna con un brillo untuoso. Se detuvo contemplándolas perplejo. A sus pies vio seis plumajes de cisne; descansaban sobre una roca lisa, junto a la orilla.
Las mujeres, adultas, eran todas bellísimas. Se volvieron. Sus ojos verdes y azules como cristales de cuarzo lo escrutaron con decisión e intensidad. Comenzaron a salir del agua, se acercaron y lo saludaron. Coartado de miedo o de frío, pero sobre todo del profundo respeto que sentía ante semejante cúmulo de belleza ni siquiera balbució.
- Hola. Somos Mista, Rista, Hilda, Thruda, Hlök y Herfjotern ¿Nos recuerdas?
Juan Luis se fijó; asintió sin hablar. Eran sus vecinas. Ellas prosiguieron.
- Bien. Has terminado con éxito el Necronomicón.
Hizo un aspaviento con las manos y titubeando, corrigió.
- No. Ese tomo es... “El libro de los Árabes.”
Ellas sonrieron como si se tratara de un niño. Con suavidad, una puso una mano sobre su hombro y le dijo.
- Exacto. Así fue titulado por quienes en el pasado encubrieron dicha publicación. Pero en realidad es conocido como el Necronomicón. El libro vivo de...
Mudo de asombro y terror Juan Luis solo llegó a insinuar.
- ¿Los muertos...?
Ya era tarde para hacer nada. Lo supo. Extendió sus brazos delgados y blancos y dejó que ellas, mientras se enfundaban en sus plumajes de cisne, lo tomaran coreando:
-Y ahora duerme, valiente guerrero...
El cuerpo sin vida de Juan Luis fue hallado sobre la nieve semanas después. Murió de congelación, al salir desnudo en plena noche de invierno a menos quince bajo cero, dictaminó el forense.
El interior de la casa olía a podredumbre y estaba hecho un desastre. En su habitación hallaron esparcidos sobre la cama y el suelo restos de comida y un libro que narraba las aventuras de las “Valkirias de Merak.”
No se sabe bien por qué, pero la casa continúa sin ser derribada. Quizá debido a su estructura. No presenta fisuras y parece haber sido construida con oficio. Tal vez aguante unos siglos más. Naturalmente – que se sepa – no se tiene constancia de semejante biblioteca. El ayuntamiento del concejo colindante, actual propietario, ha vuelto a ponerla en venta.
Si tras leer este relato sienten deseos por adquirirla, por favor diríjanse al Cabo de Finisterre. El Lugar es también habitualmente conocido como: “Costa de la muerte.” Allí les atenderá una bella valkiria llamada. Hum... El nombre lo dejo a su elección.
José Fernández del Vallado. Josef. Sept 2008.
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22 libros abiertos :
Un relato estupendo,me ha encantado ,es verdad que a veces la lectura de un libro nos atrapa sin remedio y nos tiramos horas leyendolo sin darnos cuenta...Este libro en verdad estaba vivo pero por lo visto a costa de la vida de los que lo leían...
Un beso
No me digas el nombre del libro que por ahora no voy a leerlo y no quiero tenerlo cerca por si me da la tentación.
Vaya viaje que nos has dado por esa tierra enigmática y mágica.
Me ha encantado
Un abrazo
Yo prefiero leerte a ti.
Es más divertido y parece que más seguro.
Que arte tienes.
Saludos.
Maravilla,una joya
que da miedo e
impresiona...
Su alma estará
dentro de la casa?
♥♥♥besos♥♥♥
quien dice que un libro es aburrido, que poco nos gusta hacer servir el cerebro, un saludo
encantada de leerte
historias como estas elucubran y estimulan toda acción venidera
y para nosotras cuando un guiño:-)
muakismuakis de primaverales días
y renovadas auroras
Me he quedado sin palabras leyendo el relato que, me ha parecido magnifico.
Hemos de dar gracias a la crisis, así no caeremos en la tentación de comprar esa casa:):):)
Ni ninguna...
Un abrazo
Las casas embrujadas tienen un encanto particular...
:)
No sé como lo haces, pero te superas en cada entrada. La de hoy es soberbia, digna de una excelente novela.
Un abrazo.
PS: Ya estoy en camino, espero que Brünhilde me esté esperando.
Maravilloso relato. Saludos
Pues si me la dejan baratita... vamos... pongo yo firmes a las valkirias en un pis-pas... si encuentro la biblioteca, te aviso... :-)
Un saludo...
Chicos/as. Muchas gracias por vuestros comentarios, ¡a todos sin excepción! Sois unas gentes especiales estas de la web. Os tragáis mis rollos y encima os queda tiempo para bromear. Bueno debo cerrar el chiringuito por hoy. Mañana me espera el dentista dispuesto a hacerme un cristo la boca. "Dezpuéz hablaré azí." jajaja. Será más divertido. Una pena que no podáis escucharme. os ibais a reír un buen rato... Abrazos enormes a Europa y Sudamérica y si hay alguien en el resto del mundo que me lea, también...
Has logrado muy bien el aire legendario, José, incluso el lugar que has elegido invita a lo sobrenatural. El agua, el viento, el cielo de Finisterre parecen eternos mensajeros del ocaso y de la muerte. Tengo muchos recuerdos de ese lugar. Excelentes descripciones. Un abrazo.
Me ha cautivado tu lectura...esto de lo sobrenatural y el lugar que no conozco me han dado una curiosidad enorme!
Hermosa entrada amigo!!
mis cariños,
Ali
Moderato, bonito relato, gracias por compartirlo.
Besos
Sería un libro interesante de leer. Me ha encantado la historia, como siempre ;)
Muuuuacks!
Pd. espero que todo vaya bien en el dentista, ya nos contarás ;)
He puesto tu blog en mis favoritos. Espero que no te moleste. Saludos.
Un relato que apasiona. Buenísimo!!! Abrazos.
pues lo lei toditiitto,como me cautivo! ay pero qmiedo. no quiero leer ese libro en muuuuuuucho tiempo :D
Pues yo te leo desde mi pequeño país Costa Rica y lo disfruto tanto, tanto que es para mí una maravilla el haberte encontrado.Saludes.
Voy....a Finisterre, Vienes??
Abrazo.
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